El nacimiento de la personalidad y
el arte de la muerte
el arte de la muerte
Una lectura de “Hamlet” de William Shakespeare
Por Diego Alfaro Palma
Ante todo debemos pensar en un William Shakespeare atormentado una noche de 1604, rondando el Globe Theater, incapaz de controlar sus nervios o en su defecto sereno como cualquiera de los ciudadanos que repletaban las butacas. Lo que se presentaría aquella noche era más que una obra de Marlowe o de Johnson, y eso precisamente pudo haber sido la gran complicación para el actor de Hamlet; la verdad es que aquel personaje no se adecuaba a ninguna de las reglas generales del teatro clásico y superaba, infinitamente, a tantos otros personajes de la literatura universal. Si es que Shakespeare sintió miedo antes del comienzo de la función pudo haber sido por la conciencia de haber creado a un “ser humano hecho de palabras”, un ser tan complejo como la vida misma, contradictorio, profundo y sobre todo reflexivo.
“Ninguna obra teatral ha comenzado jamás en un tono más alto”[1] dirá su crítico Jhon Wain con un entusiasmo que no deja de ser una experiencia común a esta obra. Que Hamlet se haya convertido en un paradigma para la historia de la humanidad no deja de ser un dato ajeno a la hora de ahondar en su personaje; lo que Shakespeare otorga a su protagonista es una profundidad psíquica abismante, un ser de una inteligencia tal que supera todo canon de lo humanamente conocido. Sumido en la melancolía por la pérdida de su padre y el pronto matrimonio de su madre, el príncipe vagabundea por los pasillos de su mente, desnudando con una actitud mordaz toda preconcepción del sentido de la existencia. No sólo es la autoconciencia de sí mismo lo que lo caracteriza, sino la conciencia exacerbada de la muerte.
Su lectura siempre nos parecerá algo novedoso. Hay algo dentro de sus palabras que desenmascara la multitud de los días y claramente hoy, arremete con uno de nuestros defectos sociales más complejos: la consideración de la muerte como un tabú. Y qué es sino Hamlet una secución se tantas e inolvidables muertes, tanto dentro de la obra como las que nos permite deducir. Un personaje olvidado a su propia suerte, con el mandato de un fantasma de cobrar venganza y un círculo de nobles que por más que se esfuercen no pueden ahondar en los pensamientos de un príncipe que vive en carne propia la corrupción de los valores y las relaciones humanas.
Quizá su más alto hermeneuta, Samuel Johnson, dio en el centro del problema planteado por Shakespeare: “impugnó implícitamente la concepción trascendentalista de la realidad”[2]. Es decir, que el despojo de la presencia divina –particularmente en esta obra- proveyó a nuestro dramaturgo de un espacio para el análisis concienzudo de la contradicción humana. El hombre por el hombre en su conflicto esencial: el de saberse un ser pensante. Y en ese intersticio entre la realidad y el pensamiento es donde libertad se enfrenta a la incertidumbre del sentido. Todo esto a la vez sumado al miedo por el pecado y a la condenación, a la duda por esa otra vida prometida, que para el mismo Hamlet, más allá de ser símbolos de la evidencia de una providencia, son síntomas del horror tan humano a lo desconocido, el mismo horror que sentían los griegos al observar las estrellas.
“Ningún otro protagonista de Shakespeare nos invita a una identificación tan completa. Al hablar de Hamlet hablamos siempre de nosotros mismos”[3], al tiempo que nos cuestionamos por cualidades tan superiores al del humano común que demuestra en la obra. Ya no es el personaje lineal e impulsivo de Ulises, ni como el tímido Dante ni el trágico Edipo, sino un alto intelecto asolado por las circunstancias, en una soledad dramática y contemplativa de su propia realidad. Es uno de nosotros a la vez que un guía en el desolado paraje de la existencia.
Este ensayo tiene por propósito sumergirse en las palabras y acciones del Príncipe de Dinamarca, de acercarse desde su antitético ser a situarlo como un hito en el nacimiento de la personalidad y de la subjetividad en Occidente, intentando responder desde su ánimo melancólico a esa verdad invariable que lo hace ser el embajador de la muerte, un escenario para la tragedia de la personalidad y sobre todo un modelo del hombre moderno.
El nacimiento de la personalidad
Quizá quien mejor haya reflexionado sobre este asunto es Harold Bloom en su libro “La invención de lo humano”. En el nos dice: “Lo que inventa Shakespeare son maneras de representar los cambios humanos, alteraciones causadas no sólo por defectos y decaimientos, sino efectuadas también por la voluntad, y por las vulnerabilidades temporales de la voluntad”[4]. Es decir, que logra configurar personajes que parecieran tomaran vida fuera de la obra, superándola, y desarrollandose en el entablado más que como entes representativos, como verdaderos espejos de sus espectadores. Un trabajo que según el mismo Bloom le tomó más de diez años en la formación de las maneras y singularidades del personaje Hamlet. Y probablemente, siguiendo las mismas ordenes de su protagonista en el momento de dar las indicaciones a los cómicos, Shakespeare logró adaptar “la acción a la palabra y la palabra a la acción, cuidando de no traspasar la sencillez de la naturaleza”.
Pero el lector atento inmediatamente se dará cuenta de la contradicción existente en superar la condición humana y la de “no traspasar la sencillez de la naturaleza”, pues bien, sin adelantarme lo suficiente, podría decir que el mismo personaje de Hamlet a pesar de escapar superlativamente a lo conocido como humano, existe en él un ánimo trágico que lo envuelve, que lo hace poderosamente más autoconciente de su ser, condición que no escapa a lo humano, pero que muestra su esencia en la más completa desnudez.
Al fijar la subjetividad en el personaje de Hamlet, Shakespeare no escapa a las consideraciones de su época. Debemos entender el giro antropocéntrico que lentamente se va avizorando desde fines de la Edad Media hasta su cumbre en el Renacimiento y la vuelta a los modelos clásicos. La independencia del genio de los cánones monásticos, surtió al hombre de los siglos venideros de grandes universidades y connotados humanistas. La avanzada del conocimiento científico progresivamente se abría paso en las altas ligas intelectuales, siendo los hitos de Galileo y Copérnico los más revolucionarios para los tiempos en que aún se creía en la Tierra como centro del Universo y a los demás planetas meras esferas de éter. Los nuevos descubrimientos geográficos ampliaron los márgenes de la limitada cáscara de nuez que representaba Europa.
Es el gran comienzo de la liberación de los espíritus. El destino feudal se obsoletizaba y en las nacientes ciudades comenzaban a vivir un intercambio cultural importantísimo; hacia el Este un hombre llamado Martín Lutero, en la misma universidad de Hamlet (Wittenberg), clavaba las 95 tesis que llamaban a la libre interpretación de las Escrituras; en el Sur sabios del caído Imperio Romano de Oriente buscaban refugio, al tiempo que el estudio del ser humano parecía cada vez una labor más inherente a las materias del intelecto. Mientras el hombre surcaba grandes océanos también surcaba la inmensidad de su pensamiento.
El mismo Hamlet es un príncipe instruido e interesado profundamente en las variables y las posibilidades de la existencia. Su duda escatológica no remite a la pregunta escolástica, de hecho, no figura la presencia de una trascendencia como antecedente, sino que se sitúa en la propia subjetividad y en cómo el pensamiento entorpece la acción, de cómo la conciencia “hace de todos nosotros unos cobardes”. Es decir, el punto de partida tanto de Hamlet como de Shakespeare es lo esencialmente humano: un ser de carne y hueso (flesh and blood), que piensa, que se las tiene que ver con otros y que está abandonado a actuar o no frente a los acontecimientos forjando así su destino.
“Shakespeare se hizo único representando a otros humanos. Hamlet es la diferencia que Shakespeare logró alcanzar”[5], nos dice Bloom advirtiendo que el joven príncipe termina siendo para el espectador un degradé de todas las emociones humanas. Es decir, lo logrado en el personaje es la configuración de una personalidad antitética que dirime siempre a favor de lo inesperado, esto pues al no estar encausado su pensamiento en una linealidad sino en una profundidad psíquica insondable. En un momento se nos puede mostrar acongojado por los pesares de los acontecimientos para luego mostrarse irónico y mordaz con sus semejantes; puede dedicarle hermosos versos a su amada para luego increparla –al sentirse traicionado- y enviarla a un monasterio (“get thee to a nunnery”); como también puede mostrarse como un verdadero hervidero de sabiduría, dirigiendo una obra de teatro, aconsejando a los actores, recitando enormes parlamentos, para luego mostrarse en la total demencia tras haber asesinado a Polonio. “Haber inventado nuestros sentimientos es haber ido más allá de nuestra psicologización”[6].
No deja de ser sorprendente que un hombre en la situación de Hamlet, expuesto a la verdad revelada por el fantasma de su padre, pretenda envolver su personalidad con la vestimenta de la locura. Esto no sólo significa que dentro de la obra el personaje esté actuando una personalidad enferma, situación que no deja de ser cierta y extremedamente interesante, pero que también nos refiere a la capacidad que posee de escindirse de su temple anímico para adoptar una careta y así conducir sus propias emociones frente a quienes siente como confabularios. Sin duda una alternativa agotadora para cualquier ser humano, que de hecho le llega a jugar malas pasadas, pero que retroalimenta y a la vez supera la mera condición de ser a partir de la propia experiencia, sino además de superar esa condición interponiendo en su pensamiento una personalidad otra, o al menos el extremo más oculto del personaje. Un personaje que decide personificarse.
Pero no sólo la exacerbación de su subjetividad le viene de su complejidad “psicológica”, sino también de ser Hamlet un punto de irradiación en la obra. Apoyo sin duda alguna la opinión de John Wain que dice: “Conforme avanza la obra, ocurren escenas cada vez más deslumbrantes e inolvidables que tiran hacia fuera, desde el centro, no hacia él. Al final nadie puede decir cuál es este centro, salvo que debe ser algo que concierne a Hamlet”[7]. Si leemos bien la obra nos daremos cuenta de que no hay momento en que la acción no gire en torno a Hamlet, incluso cuando él no está en escena. Algo tan personal como la despedida de Laertes de su padre y hermana termina en un sermón a esta última sobre los deberes y derechos que limitan al príncipe. La multiplicidad de sucesos dispersan el eje de acción hacia distintas aristas; esto es evidente cuando comenzamos a enumerar los problemas que aquejan al principio de la obra a Hamlet y con los que carga hacia el final. Todo va recayendo lentamente en él a partir de sus propias acciones; la locura de Ofelia se debe a sus palabras, la ira de Leartes se debe a su desatada acción, su exilio por el develamiento en la Ratonera de la verdad. Y la obra va perdiendo su centro a medida que el mismo personaje va perdiendo su centro, algo que es tan cierto como la imposibilidad de hablar sobre los demás personajes sin toparse en mayor o menor medida con la existencia de su protagonista. Por más que ellos deseen no podrán comprender el móvil de su acción, su insondable tristeza, porque aquella verdad que lleva atada al cuello no puede ser sino ese centro que por los mismos acontecimientos que lo afectan va variando en su manifestación. Poseer esta verdad es para Hamlet ser el portador indefectible de la verdad de la obra, y aún más allá, de la verdad de la vida: la muerte.
El monólogo es otro de los móviles de la expresión de su subjetividad. Su profundidad psíquica y emotiva la conocemos finalmente –alejada de la ironía con la que responde a los demás personajes- en esos momentos de soledad plena. Cuando está solo duda, se recoge sobre sí para encontrar alguna palabra, una guía a su acción. Y no existe para Hamlet más guía que él mismo, su pasado, en el que se desenvuelve tanto lo vivido, lo leído y lo escuchado, efectos que de una u otra forma están determinados por ejemplo de persona que fue su padre. Que todo esté podrido en Dinamarca refiere a que no todo es como antes, y lo cierto es que es en esos monólogos es en donde se desnudan sus propósitos en la tarea inalcanzable de proteger la verdad y liberarla. Salvo Hamlet el único personaje que está envuelto en el discurso autorefencial es Claudio y específicamente en la escena en que se arrepiente de sus pecados. Ambos, tan distintos, separados por la distancia de una venganza, se reconocen ante sus posibilidades.
“Tal es la más grande invención de Shakespeare, la persona interior que no sólo es perpetuamente cambiante sino también perpetuamente creciente”. En el caos indeterminado de su actuar y reflexionar, vamos observando escena tras escena a un Hamlet que va creciendo y conformándose a través de los sucesos que recaen sobre él; su profundidad cada vez se nos hace más y más incomprensible, de hecho, parafraseando a T.S. Eliot, estas palabras no son sino otra forma de fracasar ante Hamlet. Pero no por eso debemos dejar de notar que su complejidad viene de ser un intelecto expuesto a la vida, un ideal que se ve enfrentado al ser del mundo, con toda su crueldad y con toda su evidencia. Que Hamlet es demasiado Hamlet, más allá del mero cliché, nos invita a contemplar al hombre puesto como centro y génesis de su existencia y de su voluntad. Nos invita más que mal, a ver que Shakespeare logró reflejar que la vida hace Hamlets de nosotros.
El ánimo que mueve a la personalidad
“It would be absurdly injust to call Hamlet
a study of melancholy, but it contains such a study”
A.C. Bradley
Si deseamos asir el carácter de Hamlet, su inquieta personalidad, considero prudente acercarse al ánimo desde el cual esta se despliega. Esa condición que advertíamos anteriormente es una de las claves para comprender la angustia y la retórica que ácidamente maneja nuestro personaje. La melancolía revuelve su espíritu y es advertida desde su primera aparición; además también es notada y hasta comentada por los demás personajes, al grado de ser mencionada en tres ocasiones distintas[8]. Así profundizaré en este aspecto desde la ideas existentes en la época de Shakespeare hasta algunas visiones que Freud entrega sobre la “enfermedad de los genios” para la modernidad y de esta forma continuar el esbozo de la personalidad hamletiana.
Desde su aparición en la corte, al comienzo de la obra, su protgonista experimenta una sensación que nos parece completamente ajena a la serenidad que se vive dentro de palacio. Es cierto que se ha divisado un espectro en las líneas de defensa que puede ser del fallecido rey, pero esta situación no es conocida por su hermano y quienes lo rodean. Claudio se nos muestra como un rey preocupado no sólo por el amor de su Gertrudis, sino también por los problemas que afecta tanto a Dinamarca como a sus más leales servidores. Sin conocer la verdad, la figura de Claudio puede ser completamente reivindicada como la de un gran monarca y amante, y la de Hamlet la de un ser gris y atormentado por el pasado y ajeno al presente. En su interior y proyectándose hacia los otros, Hamlet vive una verdadera muerte-en-vida, pues no sólo los antiguos valores han desaparecido, sino que algo no calza entre su visión del mundo y los nuevos sucesos; apesadumbrado, y luego siendo portador de la verdad, se convierte, como bien lo ha llamado Wilson Knight, en un “embajador de la muerte”:
“Though the idea of dead is recurrent through the play (…) Except for the original murder of Hamlet’s father, the Hamlet universe is one of the healthy and robust life, good-nature, humour, romantic strength, and welfare: against this background is the figure of Hamlet pale with the consciousness of death. He is the ambassador of death walking amid life”[9].
A tientas por la vida, Hamlet ha sido poseído por la melancolía. Y por qué no decir que esta melancolía es un disfraz de la muerte, y sobre el tablón de la vida –como personaje o condenado- el príncipe es sometido por su creador al ahondamiento o ensimismamiento en su condición, despreciando por completo su exterior como putrefacto, al tiempo que se dona a sí mismo la misión de remendarlo.
Hoy ya es conocido que Shakespeare para configurar la personalidad de Hamlet recurrió a un tratado sobre la melancolía muy conocido en la época, y que fue parte de una serie de intentos pseudo-científicos por dar respuesta a esta enfermedad de la mente, y que finalizaron en la mítica Anatomía de la Melancolía de Robert Burton. A Treatise of Melancholie es la obra de Timothy Bright en la que Shakespeare fijó los parámetros de su doliente príncipe. En ella podemos leer algunas notas que no nos pueden dejarnos indiferentes:
Las perturbaciones de la melancolía son la mayoría de las veces tristeza y miedo, y de estás surgen algunas como: recelo, duda, inseguridad, o desesperación, algunas veces furiosa y algunas veces alegre en apariencia, a través de una forma sardónica, y falsa risa, diversidades estas según la disposición del humor. (…)Ésta en mayor parte está establecido en el bazo, y con sus vapores perturba el corazón subiendo hacia el cerebro, proyectando terribles objetos a la fantasía, y contaminando ambas sustancias, y espíritus del cerebro, sin causarle síntomas externos, forjando ficciones monstruosas, terribles de concebir, las cuales el juicio toma como se presentan por el desordenado instrumento, entregadas luego a nuestro corazón, el cual no tiene juicio de discreción con él mismo, y dando crédito al error reportado por el cerebro, dejando libre dentro a esta desordenada pasión contra la razón[10].
Realmente asistimos a una descripción exacta del ánimo de Hamlet. El recelo, la duda, la inseguridad o desesperación son parte de sus monólogos y de su trato con Horacio, su fiel escucha. La ironía es lejos la actitud más evidente en sus diálogos y que podemos ver concretada o más realzada en su trato con Polonio. Y no hay mayor detalle de la esencia del personaje que su conflicto entre la razón y la pasión, que es el centro del monólogo del “ser o no ser”, de ese comercio que posee el ser humano entre lo que desea y sus propias limitaciones (y su limitación última que es la muerte). Su filosofía es indefectiblemente la de la muerte contra vida, él contra la corte de Elsinor, pues no olvidemos que gran parte del sentimiento de Hamlet se convierte en una analogía con el estado del mundo exterior. A este respecto podemos afirmarnos en unas palabras de Sigmund Freud de su tratado “Duelo y melancolía” de 1915:
“La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autoreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”[11].
La personalidad caótica de Hamlet puede limitarnos un poco la observación de Freud –que está basada en el mismo personaje- en el sentido del sentimiento de autosuficiencia aparente que hace de sí desde el principio de la obra. La autodenigración de Hamlet es más palpable en su llamado al suicidio al comienzo o en su furibunda conversación con Ofelia[12] (3:1), pero no logra ser una constante. Lo que si es cierto es que la melancolía provee de una intensificación del yo al ser correlato de la conciencia de la muerte. Hamlet al ser “embajador de la muerte”, al haber presenciado directamente a su padre sufriendo en la sulfúreas fauses del purgatorio, es el punto de irradiación de esa conciencia para toda la obra, al tiempo que ese ahondamiento en sí mismo termina socavando su personalidad hasta el desgaste. Al volver de su “tarea” en Inglaterra hacia el acto V, presenciamos a otro Hamlet, uno paciente y sereno, que cree en una Providencia que diseña el destino y se siente abandonado por completo a los sucesos. La pregunta sobre esta parte de la obra por Bloom es inquietante:
Tal vez Hamlet, en el acto V, trasciende su propio nihilismo; no podemos estar seguros, en esa ambigua matanza que reduce la corte de Elsinore al petimetre Osric, unos pocos extras y el fuereño interno, Horacio. ¿Se despoja Hamlet de todas sus ironías al final?[13]
Es posible, pues una extremada seriedad lo acompaña en el momento del duelo con Laertes. Sin embargo la autodenigración y la ironía no dejan de hermanarse en ser un intento por desnudar la realidad, y más aún con el peso de la muerte en sus hombros y el mandato de un muerto[14]. Es la actitud sardónica digna de un cómico, que nuevamente nos pondría en la encrucijada de entender a Hamlet como un actor de su propia condición. Gran parte de su mordaz retórica –como bien comprende Polonio- posee un alto grado de certeza o más bien de la falta de velos suficientes como para encarar directamente la vida. O en palabras de Klibansky, Panofsky y Saxl:
“El melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, o como queramos llamarlo. Los dos comparten la característica de obtener a la vez placer y dolor en la conciencia de esa contradicción (…) Así se puede entender que en el hombre moderno el “humor”, con su sentido de la limitación del yo, se desarrollara al lado de esa melancolía que venía siendo el sentimiento de un yo acrecentado”[15]
Aseveración de los tres notables historiadores del arte, que dedicaron gran parte de su intelecto al estudio de la melancolía, que no sólo nos sirven para comprender la ligación entre los distintos tópicos que emanan del sentimiento melancólico, sino también para señalar a Shakespeare como un adelantado a su época y visualizar la figura universal que hoy es. El humor de su personaje es el mismo que el pensamiento de la modernidad esbozara ante el síntoma de la decadencia en las ya cansadas columnas de Occidente. Ironía y melancolía hacen del príncipe un poeta moderno, pero cuyo valor recae en ser un continuo misterio, como aún lo sigue siendo el ser humano.
La tragedia de la personalidad
"Being dead is the unknown X in our sum"
C.S. Lewis
Me gustaría sentenciar algo que sé han sentenciado otros hombres a partir de esta obra; aunque progresivamente se va elucidando esta idea, no creo que sea tan deliberado arrojarla desde un principio para justificarla en su medida y en mis posibilidades. Y es que creo –y puede parecer aterrador- que Hamlet es arte de la muerte; una obra que tiene por motivo adentrarse en las fauces del sentido de la finitud. No me refiero –y en esto me sumo a C.S. Lewis- que esto sea así por la cantidad de cadáveres que podamos ver o imaginarnos en la acción, no estoy hablando de una muerte particularmente física, sino del increíble misterio que ésta representa para la conciencia.
La particularidad del monólogo del “ser o no ser” es la anteposición de la muerte (o el sueño de la muerte) a la reflexión por la existencia. Actuar o no actuar, sobrepasar un mar de tormentos o recibir las pedradas del destino, y antes de cualquier deliberación el límite de nuestra mortalidad. La libertad de todo individuo está sesgada por esa última barrera, luego de la cual nada sabemos.
La presencia del fantasma es, sin lugar a dudas, un shock para Hamlet. Lamentándose, en la flor de sus pecados, el espectro sufre en lo desconocido. Aquel gran monarca yace como un cualquiera, clamando por venganza. De que la muerte nos iguala a todos es algo que sabemos, sea o no que hayamos leído la escena del cementerio. Pero más allá de plantear la obra como sólo la tragedia de la personalidad, está la idea de que esa tragedia no sólo remite a un destino o a los sucesos que le acaecen al personaje, no en el mero sentido griego, sino en un sentido propio de la cristiandad e incluso del nihilismo, que es la pregunta de qué es lo que hay del otro lado de la vida. De qué es lo que nos puede llegar a tocar dependiendo de los actos y las penitencias realizadas en nuestro tiempo, problema que es centro del camino de las almas explicitado por Dante en su Commedia.
Tan importante para Hamlet es la forma de la muerte de Ofelia como el estado en que debe ser sorprendido el rey para acometer la venganza. El que sean descubiertos en pecado define toda su vida eterna, si es que realmente se cree que la hay. La duda escatológica que ensombrece a Hamlet, que se cultiva en su melancolía, es fundamental para comprender la disposición que posee su tristeza, su languidez y la incapacidad de resolver los conflictos, apesadumbrado por la conciencia de la muerte.
Michel de Montaigne llamaba a sus lectores a ser cómplices de la idea de la muerte, de vivir con ella desde la mañana al anochecer, argumentando que esa posibilidad le había avivado la conciencia del tiempo y el valor de existir. Para Hamlet esas son patrañas que más que ayudar acongojan. Si él pudiera se vería libre de esa incertidumbre, pero lo cierto es que ni para sí desea la mejor de las suertes. Ha jurado ante el fantasma cumplir su misión, abandonando cualquier idea anterior, y jurando ante sí mismo que sólo en su pensamiento vivirá la sangre. De si unos u otros deben caer y despedirse del teatro del mundo, es sólo un detalle que no debe entorpecer su acción final.
Abandonado en sí mismo, ajeno a un Dios que lo ampare, debe ser un “libre artista de sí mismo” al decir de Bloom:
“Quedamos convencidos de la realidad superior de Hamlet porque Shakespeare ha hecho a Hamlet más libre haciendo que sepa la verdad, una verdad demasiado intolerable para que la soportemos”[16].
Y es en esa orfebrería de la personalidad, en su constante autocontemplación, en la que la verdad de la muerte se despliega hasta la anulación de sí mismo y de quienes lo rodean. “Desde la úlcera central, la infección se extiende hacia fuera. Toda relación, toda empresa está tocada de enfermedad” nos confirma John Wain. La tragedia de seguir en la existencia a pesar de que todo ideal ha caducado y de no poder labrarse su suerte con un suicidio temiendo que pueda ocurrir después, mantienen a Hamlet entre los dos filos de su discurso: sufriendo y oponiéndose a la realidad.
Víctima y victimario la tragedia es doble, y más aún mediada por un dogma anterior al abandono de la trascendencia. Lo de Hamlet no deja de ser un dilema moral, alimentado por la mordacidad de su melancolía y por la simulación de la locura. El hombre es libre y no puede liberarse de su propia vida porque el pensamiento lo detiene en la reflexión, en el temor a lo desconocido. Hamlet se nos muestra más humano que cualquier otro personaje, al tiempo que despliega su personalidad y la tragedia de esta como una suma de humanidades, siendo una gran variable emocional atormentada por limitación de la muerte.
Recapitulando, debemos entender en nuestro protagonista la idea que da Shakespeare sobre el teatro: “Un espejo hacia la naturaleza”. Frase tomada de Aristóteles y que refiere al arte como mimesis o representación de lo natural, y que a la vez –como hemos planteado a lo largo de este ensayo- es aplicable en el sentido que la obra funciona como un “espejo hacia Hamlet”. Todo refleja en él, al tiempo que irradia nuevas visiones y situaciones. Su personalidad, el centro torcido de la obra, está marcada por la tentativa de adoptar el papel de “Embajador de la muerte”. Tal vez para un primer Hamlet –luego de la visita del fantasma- la solución a la podredumbre del mundo exterior es dar fin al centro de esa deprecación, es decir, a Claudio. Pero a medida que la obra va transcurriendo y que va progresivamente creciendo como personaje, se ciega ante el poder de la verdad revelada creyendo ser capaz de personificar la muerte, sin la pasividad de la guadaña, sino aventando el avance de la muerte entre la palabra y la acción.
* * *
De los pasajes más memorables de la literatura y, que esperamos que sean salvados de las catástrofes venideras, se encuentra la aventura del joven Hamlet sobre el tablón del teatro; un personaje no sólo da concejos para lograr la más alta representación, sino que actúa a otro personaje, en una tautología que nos puede parecer demacradamente cruel con la realidad. Ahondar en una obra dentro de una obra y de un personaje –o como hemos dicho, una “persona hecha de palabras”- actuando en el disfraz de otro, puede a pesar de todo, darnos ciertas claves a la comprensión de la personalidad del Hamlet.
En primer lugar es un personaje abandonado a su suerte en el mundo, acongojado por lo perdido, encolerizado contra el nuevo mundo que ante él toma forma. La melancolía como ánimo central está expuesta en cada uno de los monólogos, es decir, en esos encuentros fortuitos del personaje con su yo interno. El reconocimiento no puede sino ser conflictivo, y en esto debemos pensar, en la admiración evidenciada hacia el joven Fortinbras y luego hacia el vengativo Laertes. Ambos son retratos de su causa, no idénticamente la suya, cosa que valoriza aún más el sentido de individualidad del personaje. Único, en situaciones únicas, quizá semejante a otras, el Hamlet acongojado de la primera parte y el sereno de la última, en su soledad, tienen en común esa pesantez ante la vida, indistintamente de quién o qué traze la línea de su destino.
En segundo lugar el Hamlet actor es también un presentador a sus iguales de la realidad al desnudo. La locura fingida –que a ratos nos conmueve por su veracidad- es el arma para atacar la podredumbre de Dinamarca. No pretende, en el diálogo, ser compasivo con nadie; Ofelia, su madre, su tío, sus amigos, Polonio y Laertes caen en la lista negra de su corazón. Uno a uno –más o menos convencidos de su actuación- van siendo afectados por la inmisericordia y por la atronadora verdad que se va abriendo paso en la obra. Pero finalmente sólo será Horacio quien la posea, la antorcha pasa a sus manos, obviamente ya no con la misma pesadumbre, sino aliviada ante la desaparición de sus protagonistas. Gertrudis muerte sin asimilar la verdad que en un momento –tras la ratonera- su hijo le relató; los súbditos no logran caer en la cuenta de lo sucedido en el acto final, porque logramos suponer que como lectores (como privilegiados espectadores) sólo nosotros, Hamlet, Horacio y el Rey logran advertir el verdadero significado de la Ratonera.
En ambos casos la ironía es un instrumento propio ya sea para desmalezar al mundo o para autoinflingirse fríamente la tarea de embajador. Ironía que puede convertirse en masoquismo del pensamiento (el monólogo del ser o no ser), o sea, en una circularidad enfermiza en el camino de la reflexión. Como ha dicho, preferiría ser rey en una cáscara de nuez, pero son sus sueños y los deberes con las palabras del fantasma de su padre quienes lo desplazan de esa burbuja para volver a ser afectado por la intemperie.
La profundidad de Hamlet y el refugio en su mente no pueden ser sino síntomas de un hombre acabado por las circunstancias. A pesar de sortear su propia muerte, encararla, y volver en el acto V como un personaje otro, entregado a los hilos de la divinidad que generan su suerte, esa creencia en la trascendencia no deja de ser pasiva. Hamlet es un retrato de todos nosotros en nuestras horas de soledad, cuando la vida logra torcer la delgada línea entre lo ideal y lo real, cuando el abandono se siente orfandad y el gusto de los días se vuelve amargo. Ante todo su imagen como la figura del hombre moderno, desprendido de la presencia de lo infinito, sumergido en su propia finitud y en las posibilidades de su razón para responder al mundo. Pero en ese límite, la tristeza más punzante descascara al ser hasta la nada, lo abre al sin sentido de la vida, a la plenipotenciaria verdad de la muerte.
“Ninguna obra teatral ha comenzado jamás en un tono más alto”[1] dirá su crítico Jhon Wain con un entusiasmo que no deja de ser una experiencia común a esta obra. Que Hamlet se haya convertido en un paradigma para la historia de la humanidad no deja de ser un dato ajeno a la hora de ahondar en su personaje; lo que Shakespeare otorga a su protagonista es una profundidad psíquica abismante, un ser de una inteligencia tal que supera todo canon de lo humanamente conocido. Sumido en la melancolía por la pérdida de su padre y el pronto matrimonio de su madre, el príncipe vagabundea por los pasillos de su mente, desnudando con una actitud mordaz toda preconcepción del sentido de la existencia. No sólo es la autoconciencia de sí mismo lo que lo caracteriza, sino la conciencia exacerbada de la muerte.
Su lectura siempre nos parecerá algo novedoso. Hay algo dentro de sus palabras que desenmascara la multitud de los días y claramente hoy, arremete con uno de nuestros defectos sociales más complejos: la consideración de la muerte como un tabú. Y qué es sino Hamlet una secución se tantas e inolvidables muertes, tanto dentro de la obra como las que nos permite deducir. Un personaje olvidado a su propia suerte, con el mandato de un fantasma de cobrar venganza y un círculo de nobles que por más que se esfuercen no pueden ahondar en los pensamientos de un príncipe que vive en carne propia la corrupción de los valores y las relaciones humanas.
Quizá su más alto hermeneuta, Samuel Johnson, dio en el centro del problema planteado por Shakespeare: “impugnó implícitamente la concepción trascendentalista de la realidad”[2]. Es decir, que el despojo de la presencia divina –particularmente en esta obra- proveyó a nuestro dramaturgo de un espacio para el análisis concienzudo de la contradicción humana. El hombre por el hombre en su conflicto esencial: el de saberse un ser pensante. Y en ese intersticio entre la realidad y el pensamiento es donde libertad se enfrenta a la incertidumbre del sentido. Todo esto a la vez sumado al miedo por el pecado y a la condenación, a la duda por esa otra vida prometida, que para el mismo Hamlet, más allá de ser símbolos de la evidencia de una providencia, son síntomas del horror tan humano a lo desconocido, el mismo horror que sentían los griegos al observar las estrellas.
“Ningún otro protagonista de Shakespeare nos invita a una identificación tan completa. Al hablar de Hamlet hablamos siempre de nosotros mismos”[3], al tiempo que nos cuestionamos por cualidades tan superiores al del humano común que demuestra en la obra. Ya no es el personaje lineal e impulsivo de Ulises, ni como el tímido Dante ni el trágico Edipo, sino un alto intelecto asolado por las circunstancias, en una soledad dramática y contemplativa de su propia realidad. Es uno de nosotros a la vez que un guía en el desolado paraje de la existencia.
Este ensayo tiene por propósito sumergirse en las palabras y acciones del Príncipe de Dinamarca, de acercarse desde su antitético ser a situarlo como un hito en el nacimiento de la personalidad y de la subjetividad en Occidente, intentando responder desde su ánimo melancólico a esa verdad invariable que lo hace ser el embajador de la muerte, un escenario para la tragedia de la personalidad y sobre todo un modelo del hombre moderno.
El nacimiento de la personalidad
Quizá quien mejor haya reflexionado sobre este asunto es Harold Bloom en su libro “La invención de lo humano”. En el nos dice: “Lo que inventa Shakespeare son maneras de representar los cambios humanos, alteraciones causadas no sólo por defectos y decaimientos, sino efectuadas también por la voluntad, y por las vulnerabilidades temporales de la voluntad”[4]. Es decir, que logra configurar personajes que parecieran tomaran vida fuera de la obra, superándola, y desarrollandose en el entablado más que como entes representativos, como verdaderos espejos de sus espectadores. Un trabajo que según el mismo Bloom le tomó más de diez años en la formación de las maneras y singularidades del personaje Hamlet. Y probablemente, siguiendo las mismas ordenes de su protagonista en el momento de dar las indicaciones a los cómicos, Shakespeare logró adaptar “la acción a la palabra y la palabra a la acción, cuidando de no traspasar la sencillez de la naturaleza”.
Pero el lector atento inmediatamente se dará cuenta de la contradicción existente en superar la condición humana y la de “no traspasar la sencillez de la naturaleza”, pues bien, sin adelantarme lo suficiente, podría decir que el mismo personaje de Hamlet a pesar de escapar superlativamente a lo conocido como humano, existe en él un ánimo trágico que lo envuelve, que lo hace poderosamente más autoconciente de su ser, condición que no escapa a lo humano, pero que muestra su esencia en la más completa desnudez.
Al fijar la subjetividad en el personaje de Hamlet, Shakespeare no escapa a las consideraciones de su época. Debemos entender el giro antropocéntrico que lentamente se va avizorando desde fines de la Edad Media hasta su cumbre en el Renacimiento y la vuelta a los modelos clásicos. La independencia del genio de los cánones monásticos, surtió al hombre de los siglos venideros de grandes universidades y connotados humanistas. La avanzada del conocimiento científico progresivamente se abría paso en las altas ligas intelectuales, siendo los hitos de Galileo y Copérnico los más revolucionarios para los tiempos en que aún se creía en la Tierra como centro del Universo y a los demás planetas meras esferas de éter. Los nuevos descubrimientos geográficos ampliaron los márgenes de la limitada cáscara de nuez que representaba Europa.
Es el gran comienzo de la liberación de los espíritus. El destino feudal se obsoletizaba y en las nacientes ciudades comenzaban a vivir un intercambio cultural importantísimo; hacia el Este un hombre llamado Martín Lutero, en la misma universidad de Hamlet (Wittenberg), clavaba las 95 tesis que llamaban a la libre interpretación de las Escrituras; en el Sur sabios del caído Imperio Romano de Oriente buscaban refugio, al tiempo que el estudio del ser humano parecía cada vez una labor más inherente a las materias del intelecto. Mientras el hombre surcaba grandes océanos también surcaba la inmensidad de su pensamiento.
El mismo Hamlet es un príncipe instruido e interesado profundamente en las variables y las posibilidades de la existencia. Su duda escatológica no remite a la pregunta escolástica, de hecho, no figura la presencia de una trascendencia como antecedente, sino que se sitúa en la propia subjetividad y en cómo el pensamiento entorpece la acción, de cómo la conciencia “hace de todos nosotros unos cobardes”. Es decir, el punto de partida tanto de Hamlet como de Shakespeare es lo esencialmente humano: un ser de carne y hueso (flesh and blood), que piensa, que se las tiene que ver con otros y que está abandonado a actuar o no frente a los acontecimientos forjando así su destino.
“Shakespeare se hizo único representando a otros humanos. Hamlet es la diferencia que Shakespeare logró alcanzar”[5], nos dice Bloom advirtiendo que el joven príncipe termina siendo para el espectador un degradé de todas las emociones humanas. Es decir, lo logrado en el personaje es la configuración de una personalidad antitética que dirime siempre a favor de lo inesperado, esto pues al no estar encausado su pensamiento en una linealidad sino en una profundidad psíquica insondable. En un momento se nos puede mostrar acongojado por los pesares de los acontecimientos para luego mostrarse irónico y mordaz con sus semejantes; puede dedicarle hermosos versos a su amada para luego increparla –al sentirse traicionado- y enviarla a un monasterio (“get thee to a nunnery”); como también puede mostrarse como un verdadero hervidero de sabiduría, dirigiendo una obra de teatro, aconsejando a los actores, recitando enormes parlamentos, para luego mostrarse en la total demencia tras haber asesinado a Polonio. “Haber inventado nuestros sentimientos es haber ido más allá de nuestra psicologización”[6].
No deja de ser sorprendente que un hombre en la situación de Hamlet, expuesto a la verdad revelada por el fantasma de su padre, pretenda envolver su personalidad con la vestimenta de la locura. Esto no sólo significa que dentro de la obra el personaje esté actuando una personalidad enferma, situación que no deja de ser cierta y extremedamente interesante, pero que también nos refiere a la capacidad que posee de escindirse de su temple anímico para adoptar una careta y así conducir sus propias emociones frente a quienes siente como confabularios. Sin duda una alternativa agotadora para cualquier ser humano, que de hecho le llega a jugar malas pasadas, pero que retroalimenta y a la vez supera la mera condición de ser a partir de la propia experiencia, sino además de superar esa condición interponiendo en su pensamiento una personalidad otra, o al menos el extremo más oculto del personaje. Un personaje que decide personificarse.
Pero no sólo la exacerbación de su subjetividad le viene de su complejidad “psicológica”, sino también de ser Hamlet un punto de irradiación en la obra. Apoyo sin duda alguna la opinión de John Wain que dice: “Conforme avanza la obra, ocurren escenas cada vez más deslumbrantes e inolvidables que tiran hacia fuera, desde el centro, no hacia él. Al final nadie puede decir cuál es este centro, salvo que debe ser algo que concierne a Hamlet”[7]. Si leemos bien la obra nos daremos cuenta de que no hay momento en que la acción no gire en torno a Hamlet, incluso cuando él no está en escena. Algo tan personal como la despedida de Laertes de su padre y hermana termina en un sermón a esta última sobre los deberes y derechos que limitan al príncipe. La multiplicidad de sucesos dispersan el eje de acción hacia distintas aristas; esto es evidente cuando comenzamos a enumerar los problemas que aquejan al principio de la obra a Hamlet y con los que carga hacia el final. Todo va recayendo lentamente en él a partir de sus propias acciones; la locura de Ofelia se debe a sus palabras, la ira de Leartes se debe a su desatada acción, su exilio por el develamiento en la Ratonera de la verdad. Y la obra va perdiendo su centro a medida que el mismo personaje va perdiendo su centro, algo que es tan cierto como la imposibilidad de hablar sobre los demás personajes sin toparse en mayor o menor medida con la existencia de su protagonista. Por más que ellos deseen no podrán comprender el móvil de su acción, su insondable tristeza, porque aquella verdad que lleva atada al cuello no puede ser sino ese centro que por los mismos acontecimientos que lo afectan va variando en su manifestación. Poseer esta verdad es para Hamlet ser el portador indefectible de la verdad de la obra, y aún más allá, de la verdad de la vida: la muerte.
El monólogo es otro de los móviles de la expresión de su subjetividad. Su profundidad psíquica y emotiva la conocemos finalmente –alejada de la ironía con la que responde a los demás personajes- en esos momentos de soledad plena. Cuando está solo duda, se recoge sobre sí para encontrar alguna palabra, una guía a su acción. Y no existe para Hamlet más guía que él mismo, su pasado, en el que se desenvuelve tanto lo vivido, lo leído y lo escuchado, efectos que de una u otra forma están determinados por ejemplo de persona que fue su padre. Que todo esté podrido en Dinamarca refiere a que no todo es como antes, y lo cierto es que es en esos monólogos es en donde se desnudan sus propósitos en la tarea inalcanzable de proteger la verdad y liberarla. Salvo Hamlet el único personaje que está envuelto en el discurso autorefencial es Claudio y específicamente en la escena en que se arrepiente de sus pecados. Ambos, tan distintos, separados por la distancia de una venganza, se reconocen ante sus posibilidades.
“Tal es la más grande invención de Shakespeare, la persona interior que no sólo es perpetuamente cambiante sino también perpetuamente creciente”. En el caos indeterminado de su actuar y reflexionar, vamos observando escena tras escena a un Hamlet que va creciendo y conformándose a través de los sucesos que recaen sobre él; su profundidad cada vez se nos hace más y más incomprensible, de hecho, parafraseando a T.S. Eliot, estas palabras no son sino otra forma de fracasar ante Hamlet. Pero no por eso debemos dejar de notar que su complejidad viene de ser un intelecto expuesto a la vida, un ideal que se ve enfrentado al ser del mundo, con toda su crueldad y con toda su evidencia. Que Hamlet es demasiado Hamlet, más allá del mero cliché, nos invita a contemplar al hombre puesto como centro y génesis de su existencia y de su voluntad. Nos invita más que mal, a ver que Shakespeare logró reflejar que la vida hace Hamlets de nosotros.
El ánimo que mueve a la personalidad
“It would be absurdly injust to call Hamlet
a study of melancholy, but it contains such a study”
A.C. Bradley
Si deseamos asir el carácter de Hamlet, su inquieta personalidad, considero prudente acercarse al ánimo desde el cual esta se despliega. Esa condición que advertíamos anteriormente es una de las claves para comprender la angustia y la retórica que ácidamente maneja nuestro personaje. La melancolía revuelve su espíritu y es advertida desde su primera aparición; además también es notada y hasta comentada por los demás personajes, al grado de ser mencionada en tres ocasiones distintas[8]. Así profundizaré en este aspecto desde la ideas existentes en la época de Shakespeare hasta algunas visiones que Freud entrega sobre la “enfermedad de los genios” para la modernidad y de esta forma continuar el esbozo de la personalidad hamletiana.
Desde su aparición en la corte, al comienzo de la obra, su protgonista experimenta una sensación que nos parece completamente ajena a la serenidad que se vive dentro de palacio. Es cierto que se ha divisado un espectro en las líneas de defensa que puede ser del fallecido rey, pero esta situación no es conocida por su hermano y quienes lo rodean. Claudio se nos muestra como un rey preocupado no sólo por el amor de su Gertrudis, sino también por los problemas que afecta tanto a Dinamarca como a sus más leales servidores. Sin conocer la verdad, la figura de Claudio puede ser completamente reivindicada como la de un gran monarca y amante, y la de Hamlet la de un ser gris y atormentado por el pasado y ajeno al presente. En su interior y proyectándose hacia los otros, Hamlet vive una verdadera muerte-en-vida, pues no sólo los antiguos valores han desaparecido, sino que algo no calza entre su visión del mundo y los nuevos sucesos; apesadumbrado, y luego siendo portador de la verdad, se convierte, como bien lo ha llamado Wilson Knight, en un “embajador de la muerte”:
“Though the idea of dead is recurrent through the play (…) Except for the original murder of Hamlet’s father, the Hamlet universe is one of the healthy and robust life, good-nature, humour, romantic strength, and welfare: against this background is the figure of Hamlet pale with the consciousness of death. He is the ambassador of death walking amid life”[9].
A tientas por la vida, Hamlet ha sido poseído por la melancolía. Y por qué no decir que esta melancolía es un disfraz de la muerte, y sobre el tablón de la vida –como personaje o condenado- el príncipe es sometido por su creador al ahondamiento o ensimismamiento en su condición, despreciando por completo su exterior como putrefacto, al tiempo que se dona a sí mismo la misión de remendarlo.
Hoy ya es conocido que Shakespeare para configurar la personalidad de Hamlet recurrió a un tratado sobre la melancolía muy conocido en la época, y que fue parte de una serie de intentos pseudo-científicos por dar respuesta a esta enfermedad de la mente, y que finalizaron en la mítica Anatomía de la Melancolía de Robert Burton. A Treatise of Melancholie es la obra de Timothy Bright en la que Shakespeare fijó los parámetros de su doliente príncipe. En ella podemos leer algunas notas que no nos pueden dejarnos indiferentes:
Las perturbaciones de la melancolía son la mayoría de las veces tristeza y miedo, y de estás surgen algunas como: recelo, duda, inseguridad, o desesperación, algunas veces furiosa y algunas veces alegre en apariencia, a través de una forma sardónica, y falsa risa, diversidades estas según la disposición del humor. (…)Ésta en mayor parte está establecido en el bazo, y con sus vapores perturba el corazón subiendo hacia el cerebro, proyectando terribles objetos a la fantasía, y contaminando ambas sustancias, y espíritus del cerebro, sin causarle síntomas externos, forjando ficciones monstruosas, terribles de concebir, las cuales el juicio toma como se presentan por el desordenado instrumento, entregadas luego a nuestro corazón, el cual no tiene juicio de discreción con él mismo, y dando crédito al error reportado por el cerebro, dejando libre dentro a esta desordenada pasión contra la razón[10].
Realmente asistimos a una descripción exacta del ánimo de Hamlet. El recelo, la duda, la inseguridad o desesperación son parte de sus monólogos y de su trato con Horacio, su fiel escucha. La ironía es lejos la actitud más evidente en sus diálogos y que podemos ver concretada o más realzada en su trato con Polonio. Y no hay mayor detalle de la esencia del personaje que su conflicto entre la razón y la pasión, que es el centro del monólogo del “ser o no ser”, de ese comercio que posee el ser humano entre lo que desea y sus propias limitaciones (y su limitación última que es la muerte). Su filosofía es indefectiblemente la de la muerte contra vida, él contra la corte de Elsinor, pues no olvidemos que gran parte del sentimiento de Hamlet se convierte en una analogía con el estado del mundo exterior. A este respecto podemos afirmarnos en unas palabras de Sigmund Freud de su tratado “Duelo y melancolía” de 1915:
“La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autoreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”[11].
La personalidad caótica de Hamlet puede limitarnos un poco la observación de Freud –que está basada en el mismo personaje- en el sentido del sentimiento de autosuficiencia aparente que hace de sí desde el principio de la obra. La autodenigración de Hamlet es más palpable en su llamado al suicidio al comienzo o en su furibunda conversación con Ofelia[12] (3:1), pero no logra ser una constante. Lo que si es cierto es que la melancolía provee de una intensificación del yo al ser correlato de la conciencia de la muerte. Hamlet al ser “embajador de la muerte”, al haber presenciado directamente a su padre sufriendo en la sulfúreas fauses del purgatorio, es el punto de irradiación de esa conciencia para toda la obra, al tiempo que ese ahondamiento en sí mismo termina socavando su personalidad hasta el desgaste. Al volver de su “tarea” en Inglaterra hacia el acto V, presenciamos a otro Hamlet, uno paciente y sereno, que cree en una Providencia que diseña el destino y se siente abandonado por completo a los sucesos. La pregunta sobre esta parte de la obra por Bloom es inquietante:
Tal vez Hamlet, en el acto V, trasciende su propio nihilismo; no podemos estar seguros, en esa ambigua matanza que reduce la corte de Elsinore al petimetre Osric, unos pocos extras y el fuereño interno, Horacio. ¿Se despoja Hamlet de todas sus ironías al final?[13]
Es posible, pues una extremada seriedad lo acompaña en el momento del duelo con Laertes. Sin embargo la autodenigración y la ironía no dejan de hermanarse en ser un intento por desnudar la realidad, y más aún con el peso de la muerte en sus hombros y el mandato de un muerto[14]. Es la actitud sardónica digna de un cómico, que nuevamente nos pondría en la encrucijada de entender a Hamlet como un actor de su propia condición. Gran parte de su mordaz retórica –como bien comprende Polonio- posee un alto grado de certeza o más bien de la falta de velos suficientes como para encarar directamente la vida. O en palabras de Klibansky, Panofsky y Saxl:
“El melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, o como queramos llamarlo. Los dos comparten la característica de obtener a la vez placer y dolor en la conciencia de esa contradicción (…) Así se puede entender que en el hombre moderno el “humor”, con su sentido de la limitación del yo, se desarrollara al lado de esa melancolía que venía siendo el sentimiento de un yo acrecentado”[15]
Aseveración de los tres notables historiadores del arte, que dedicaron gran parte de su intelecto al estudio de la melancolía, que no sólo nos sirven para comprender la ligación entre los distintos tópicos que emanan del sentimiento melancólico, sino también para señalar a Shakespeare como un adelantado a su época y visualizar la figura universal que hoy es. El humor de su personaje es el mismo que el pensamiento de la modernidad esbozara ante el síntoma de la decadencia en las ya cansadas columnas de Occidente. Ironía y melancolía hacen del príncipe un poeta moderno, pero cuyo valor recae en ser un continuo misterio, como aún lo sigue siendo el ser humano.
La tragedia de la personalidad
"Being dead is the unknown X in our sum"
C.S. Lewis
Me gustaría sentenciar algo que sé han sentenciado otros hombres a partir de esta obra; aunque progresivamente se va elucidando esta idea, no creo que sea tan deliberado arrojarla desde un principio para justificarla en su medida y en mis posibilidades. Y es que creo –y puede parecer aterrador- que Hamlet es arte de la muerte; una obra que tiene por motivo adentrarse en las fauces del sentido de la finitud. No me refiero –y en esto me sumo a C.S. Lewis- que esto sea así por la cantidad de cadáveres que podamos ver o imaginarnos en la acción, no estoy hablando de una muerte particularmente física, sino del increíble misterio que ésta representa para la conciencia.
La particularidad del monólogo del “ser o no ser” es la anteposición de la muerte (o el sueño de la muerte) a la reflexión por la existencia. Actuar o no actuar, sobrepasar un mar de tormentos o recibir las pedradas del destino, y antes de cualquier deliberación el límite de nuestra mortalidad. La libertad de todo individuo está sesgada por esa última barrera, luego de la cual nada sabemos.
La presencia del fantasma es, sin lugar a dudas, un shock para Hamlet. Lamentándose, en la flor de sus pecados, el espectro sufre en lo desconocido. Aquel gran monarca yace como un cualquiera, clamando por venganza. De que la muerte nos iguala a todos es algo que sabemos, sea o no que hayamos leído la escena del cementerio. Pero más allá de plantear la obra como sólo la tragedia de la personalidad, está la idea de que esa tragedia no sólo remite a un destino o a los sucesos que le acaecen al personaje, no en el mero sentido griego, sino en un sentido propio de la cristiandad e incluso del nihilismo, que es la pregunta de qué es lo que hay del otro lado de la vida. De qué es lo que nos puede llegar a tocar dependiendo de los actos y las penitencias realizadas en nuestro tiempo, problema que es centro del camino de las almas explicitado por Dante en su Commedia.
Tan importante para Hamlet es la forma de la muerte de Ofelia como el estado en que debe ser sorprendido el rey para acometer la venganza. El que sean descubiertos en pecado define toda su vida eterna, si es que realmente se cree que la hay. La duda escatológica que ensombrece a Hamlet, que se cultiva en su melancolía, es fundamental para comprender la disposición que posee su tristeza, su languidez y la incapacidad de resolver los conflictos, apesadumbrado por la conciencia de la muerte.
Michel de Montaigne llamaba a sus lectores a ser cómplices de la idea de la muerte, de vivir con ella desde la mañana al anochecer, argumentando que esa posibilidad le había avivado la conciencia del tiempo y el valor de existir. Para Hamlet esas son patrañas que más que ayudar acongojan. Si él pudiera se vería libre de esa incertidumbre, pero lo cierto es que ni para sí desea la mejor de las suertes. Ha jurado ante el fantasma cumplir su misión, abandonando cualquier idea anterior, y jurando ante sí mismo que sólo en su pensamiento vivirá la sangre. De si unos u otros deben caer y despedirse del teatro del mundo, es sólo un detalle que no debe entorpecer su acción final.
Abandonado en sí mismo, ajeno a un Dios que lo ampare, debe ser un “libre artista de sí mismo” al decir de Bloom:
“Quedamos convencidos de la realidad superior de Hamlet porque Shakespeare ha hecho a Hamlet más libre haciendo que sepa la verdad, una verdad demasiado intolerable para que la soportemos”[16].
Y es en esa orfebrería de la personalidad, en su constante autocontemplación, en la que la verdad de la muerte se despliega hasta la anulación de sí mismo y de quienes lo rodean. “Desde la úlcera central, la infección se extiende hacia fuera. Toda relación, toda empresa está tocada de enfermedad” nos confirma John Wain. La tragedia de seguir en la existencia a pesar de que todo ideal ha caducado y de no poder labrarse su suerte con un suicidio temiendo que pueda ocurrir después, mantienen a Hamlet entre los dos filos de su discurso: sufriendo y oponiéndose a la realidad.
Víctima y victimario la tragedia es doble, y más aún mediada por un dogma anterior al abandono de la trascendencia. Lo de Hamlet no deja de ser un dilema moral, alimentado por la mordacidad de su melancolía y por la simulación de la locura. El hombre es libre y no puede liberarse de su propia vida porque el pensamiento lo detiene en la reflexión, en el temor a lo desconocido. Hamlet se nos muestra más humano que cualquier otro personaje, al tiempo que despliega su personalidad y la tragedia de esta como una suma de humanidades, siendo una gran variable emocional atormentada por limitación de la muerte.
Recapitulando, debemos entender en nuestro protagonista la idea que da Shakespeare sobre el teatro: “Un espejo hacia la naturaleza”. Frase tomada de Aristóteles y que refiere al arte como mimesis o representación de lo natural, y que a la vez –como hemos planteado a lo largo de este ensayo- es aplicable en el sentido que la obra funciona como un “espejo hacia Hamlet”. Todo refleja en él, al tiempo que irradia nuevas visiones y situaciones. Su personalidad, el centro torcido de la obra, está marcada por la tentativa de adoptar el papel de “Embajador de la muerte”. Tal vez para un primer Hamlet –luego de la visita del fantasma- la solución a la podredumbre del mundo exterior es dar fin al centro de esa deprecación, es decir, a Claudio. Pero a medida que la obra va transcurriendo y que va progresivamente creciendo como personaje, se ciega ante el poder de la verdad revelada creyendo ser capaz de personificar la muerte, sin la pasividad de la guadaña, sino aventando el avance de la muerte entre la palabra y la acción.
* * *
De los pasajes más memorables de la literatura y, que esperamos que sean salvados de las catástrofes venideras, se encuentra la aventura del joven Hamlet sobre el tablón del teatro; un personaje no sólo da concejos para lograr la más alta representación, sino que actúa a otro personaje, en una tautología que nos puede parecer demacradamente cruel con la realidad. Ahondar en una obra dentro de una obra y de un personaje –o como hemos dicho, una “persona hecha de palabras”- actuando en el disfraz de otro, puede a pesar de todo, darnos ciertas claves a la comprensión de la personalidad del Hamlet.
En primer lugar es un personaje abandonado a su suerte en el mundo, acongojado por lo perdido, encolerizado contra el nuevo mundo que ante él toma forma. La melancolía como ánimo central está expuesta en cada uno de los monólogos, es decir, en esos encuentros fortuitos del personaje con su yo interno. El reconocimiento no puede sino ser conflictivo, y en esto debemos pensar, en la admiración evidenciada hacia el joven Fortinbras y luego hacia el vengativo Laertes. Ambos son retratos de su causa, no idénticamente la suya, cosa que valoriza aún más el sentido de individualidad del personaje. Único, en situaciones únicas, quizá semejante a otras, el Hamlet acongojado de la primera parte y el sereno de la última, en su soledad, tienen en común esa pesantez ante la vida, indistintamente de quién o qué traze la línea de su destino.
En segundo lugar el Hamlet actor es también un presentador a sus iguales de la realidad al desnudo. La locura fingida –que a ratos nos conmueve por su veracidad- es el arma para atacar la podredumbre de Dinamarca. No pretende, en el diálogo, ser compasivo con nadie; Ofelia, su madre, su tío, sus amigos, Polonio y Laertes caen en la lista negra de su corazón. Uno a uno –más o menos convencidos de su actuación- van siendo afectados por la inmisericordia y por la atronadora verdad que se va abriendo paso en la obra. Pero finalmente sólo será Horacio quien la posea, la antorcha pasa a sus manos, obviamente ya no con la misma pesadumbre, sino aliviada ante la desaparición de sus protagonistas. Gertrudis muerte sin asimilar la verdad que en un momento –tras la ratonera- su hijo le relató; los súbditos no logran caer en la cuenta de lo sucedido en el acto final, porque logramos suponer que como lectores (como privilegiados espectadores) sólo nosotros, Hamlet, Horacio y el Rey logran advertir el verdadero significado de la Ratonera.
En ambos casos la ironía es un instrumento propio ya sea para desmalezar al mundo o para autoinflingirse fríamente la tarea de embajador. Ironía que puede convertirse en masoquismo del pensamiento (el monólogo del ser o no ser), o sea, en una circularidad enfermiza en el camino de la reflexión. Como ha dicho, preferiría ser rey en una cáscara de nuez, pero son sus sueños y los deberes con las palabras del fantasma de su padre quienes lo desplazan de esa burbuja para volver a ser afectado por la intemperie.
La profundidad de Hamlet y el refugio en su mente no pueden ser sino síntomas de un hombre acabado por las circunstancias. A pesar de sortear su propia muerte, encararla, y volver en el acto V como un personaje otro, entregado a los hilos de la divinidad que generan su suerte, esa creencia en la trascendencia no deja de ser pasiva. Hamlet es un retrato de todos nosotros en nuestras horas de soledad, cuando la vida logra torcer la delgada línea entre lo ideal y lo real, cuando el abandono se siente orfandad y el gusto de los días se vuelve amargo. Ante todo su imagen como la figura del hombre moderno, desprendido de la presencia de lo infinito, sumergido en su propia finitud y en las posibilidades de su razón para responder al mundo. Pero en ese límite, la tristeza más punzante descascara al ser hasta la nada, lo abre al sin sentido de la vida, a la plenipotenciaria verdad de la muerte.
Bibliografía
Shakespeare, William Hamlet, Editorial Universitaria, Santiago, 2000.
Shakespeare, William Hamlet, W.W. Norton & Company, New York, 1992.
Wain, John, El mundo vivo de Shakespere, Editorial Alianza, Madrid, 1964.
Bloom, Harold, Shakespeare: La invención de lo humano, Anagrama, Barcelona, 2002.
Klibansky, Panofsky y Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza Editorial, Madrid, 1991.
Bright, Timothy, A Treatise of Melancholie, (1586), Facsimile Text Society, New York, 1940. En [http://elsinore.ucsc.edu/melancholy/melCauses.html].
Freud, Sigmund, “Duelo y melancolía” en [http://www.herreros.com.ar/melanco/dymfreud.htm#mas]
Notas:
[1] Wain, John El mundo vivo de Shakespere, Editorial Alianza, Madrid, 1964, pág. 184.
[2] Bloom, Harold Shakespeare: La invención de lo humano, Anagrama, Barcelona, 2002, pág. 24.
[3] Op. Cit. El mundo vivo de Shakespere, pág. 179.
[4] Op. Cit. Shakespeare: La invención de lo humano, pág. 24.
[5] Ibidem, pág. 53.
[6] Ibidem, pág. 33.
[7] Op. Cit. El mundo vivo de Shakespere, pág. 185.
[8] El primero en sentenciarlo es Polonio quien presenta al rey su hipótesis sobre la insania del príncipe, señalando que ésta lo ha conducido a la inapetencia, luego al insomnio, al abatimiento y por último a la locura. Más tarde es el mismo Hamlet quien nos corrobora su estado mientras reflexiona sobre la aparición del fantasma:
“El espíritu que he visto puede ser el demonio, pues el demonio tiene los poderes para asumir una forma grata. Si, y tal vez, aprovechándose de mi debilidad y mi melancolía, él, que es tan potente, me engaña para perderme”. (2:2)
Para que finalmente sea el Rey quien dé la última seña de su ánimo: “hay algo en su alma que incuba su melancolía y yo recelo que el fruto que produzca signifique un peligro”. (3:1)
[9] Knight, Wilson “Hamlet Embassy of Death: An Essay on Hamlet” en Shakespeare, William Hamlet, W.W. Norton & Company, New York, 1992, pág. 185.
[10] Bright, Timothy, A Treatise of Melancholie, (1586), Facsimile Text Society, New York, 1940. p.102. En [http://elsinore.ucsc.edu/melancholy/melCauses.html].
[11] Freud, Sigmund “Duelo y melancolía” en [http://www.herreros.com.ar/melanco/dymfreud.htm#mas]
[12] Yo soy medianamente honesto y, sin embargo, podría acusarme de tales cosas que mejor mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy orgulloso, vengativo, ambicioso, con más pecados en mi cabeza que pensamientos para expresarlo, imaginación para darles forma o tiempo para ejecutarlos.
[13] Op. Cit. Shakespeare: La invención de lo humano, pág. 26
[14] En palabras de Wilson Knight “It was the devil of the knowledge of death, wich possesses Hamlet and drives him from misery and pain to increasing bitterness, cynicism, murder, and madness (…) It is Hamlet who is right. What he says and thinks of them is true, and there is no fault of logic”.
Op. Cit. “Hamlet Embassy of Death: An Essay on Hamlet” , pág. 190.
[15] Klibansky, Panofsky y Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza Editorial, Madrid, 1991, pág. 230.
[16] Op. Cit. Shakespeare: La invención de lo humano, pág. 28.